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Real de Catorce

Toño: El regreso a un centro espiritual
Es viernes. Cuando Toño llega al restaurante, sus pies sangran. Ha caminado durante días, peregrinando desde su casa –en Jalisco– hacia El Quemado, el sitio más sagrado para los indios huicholes, “lugar donde nace el sol”. Él nos dice: “Éstos son los senderos antiguos, los que caminaban nuestros ancestros. La gente ya casi no los usa. Si alguna vez hubo señales y direcciones, ya no existen; debes encontrar los senderos por ti mismo. Yo, mientras sea joven y fuerte, tengo que aprovechar”.

El desierto de San Luis Potosí es el hogar del peyote, el cactus alucinógeno que pone a los huicholes en contacto con sus dioses y constituye una parte central de la experiencia religiosa de este grupo étnico. Cada año, hombres como Toño viajan cientos de kilómetros desde su lugar de origen, en Jalisco o Nayarit, para visitar El Quemado y cosechar peyote en el desierto que se extiende a los pies de las montañas. Llegar a El Quemado implica un agotador recorrido de una hora a pie desde Real, pero los paisajes en el camino son increíbles y el silencio y la soledad en la cima de la montaña son una experiencia que no se olvida fácilmente. Pero he aquí una advertencia: la noche cae con rapidez y la temperatura baja drástica y repentinamente, por lo que debes asegurarte de contar con tiempo suficiente para el viaje de vuelta. Una alternativa más relajada es rentar caballos para trasladarte hasta allá.

Don Diego: El guardián de los registros
El sábado en la mañana, comenzamos a investigar un poco sobre la historia local. Tras algunas respuestas contradictorias, decidimos ir más allá de los rumores y leyendas y buscar a alguien que realmente conozca la historia del pueblo. Es aquí donde hace su aparición don Diego Sánchez, quien trabajó para las oficinas municipales de Real de Catorce durante más de 50 años. Ahora, a sus 80, está semi-retirado. Una vez cada dos meses, se sienta detrás del escritorio, en la habitación principal de su casa, y recibe el pago de los recibos de luz. Cuando se levanta para saludarnos, me doy cuenta que sólo tiene una pierna, a consecuencia de un intento fallido por saltar de un tren en movimiento, en su juventud, según nos cuenta más tarde.

“¿Qué puedo hacer por ustedes?”, pregunta con una sonrisa. Le explico que trabajamos para una revista y que hemos venido a recabar algunos datos sobre la historia del pueblo. Se sienta de nuevo. Cuando comienza la entrevista, noto que contesta cada pregunta con mucho mayor detalle y precisión de lo que podríamos haber imaginado. Don Diego es un verdadero especialista.

Le pregunto cuándo se encontró plata por primera vez. “Bueno…” –nos dice, inclinándose hacia adelante, con lo que la luz amarillenta de su defectuosa lámpara de escritorio le da de lleno–, “oficialmente se puede leer que la fiebre minera empezó entre 1772 y 1774. Pero, con el debido respeto hacia ustedes, no siempre se debe creer lo que dicen los escritores. Hay un documento en los archivos del pueblo, fechado en 1767, referente a una disputa por la propiedad de tierras, y ese documento dice: ‘derecho a dichas tierras y equipo minero’. Nadie requeriría equipo minero si no hubiera habido minería”. Confirmado: si eso fue en el año 1767, las fechas “oficiales” no son del todo precisas.

Don Diego nos relata toda la historia de la región, desde los conflictos prehispánicos y las migraciones de los grupos indígenas hasta la actualidad, citando de memoria documentos, nombres y fechas en todo momento. Cuando, finalmente, hemos saciado nuestra curiosidad histórica y recibido respuesta a nuestras interrogantes, pregunto a Don Diego sobre su familia. Me cuenta que tiene 11 hijos y otros tres que murieron. Alrededor de 20 nietos y bisnietos, cree. Comienzo a percibir una sensación del ritmo en esta tierra: pasos lentos y vidas largas.

La búsqueda de Lalo y el descubrimiento de doña Sabás
A la mañana siguiente, tomamos un jeep hacia el desierto, en busca de un hombre llamado “Lalo”, quien dirige un programa para proteger el cactus del peyote, en peligro de extinción. Toño, con los pies lastimados, acepta un aventón por las empinadas colinas. Decidimos sentarnos en el techo del jeep, para poder tomar fotos con facilidad y disfrutar de la vista. Un tip para el viajero que haya de seguirnos: A menos que tengas nervios de acero, ¡nunca te sientes en el techo del jeep! El precipicio a tu izquierda tiene cientos de metros de profundidad y el camino es en extremo escabroso y sinuoso. Pero, si bien los primeros 15 minutos de trayecto hacen que cualquier montaña rusa parezca segura, el sacrificio vale la pena. La vista de las escarpadas faldas de la montaña y de las ruinas de varias antiguas plantas mineras que se encuentran en el valle a lo largo del camino, son en verdad impresionantes.

Al pie de la montaña se encuentra un pueblo conocido como Estación Real de Catorce, en honor al tren que solía detenerse en este lugar. Allí encontramos a doña Sabás, que renta cuartos a los viajeros. Cuando preguntamos su edad, dice orgullosa: “Cumplí 100 el 5 de diciembre”. Doña Sabás tuvo 23 hijos, 22 de ellos sobrevivieron. ¿Y cuántos nietos? “No sé exactamente cuántos”, admite. “La mayoría de mis hijos y de mis hijas viven lejos. No hay trabajo para ellos aquí”. Nos obsequia una sonrisa y, con un destello en sus brillantes ojos azules, comenta: “Trabajé en el gobierno 50 años, firmando las listas de la gente que se va y de la que llega. Pero ya no. Ya trabajé mucho”.

El Rancho Margaritas
Nos es difícil despedirnos de doña Sabás para seguir nuestra jornada en busca de Lalo. Cuando finalmente llegamos al Rancho Margaritas, nos informan que Lalo ha ido a la Ciudad de México y que ninguno de sus hombres se encuentra en la estación para darnos información. Sin embargo, el Comisionado local, una especie de oficial de la ley, que también es propietario y operador de la tienda general, se complace en platicarnos acerca del cactus protegido. “El problema son los huicholes corruptos”, dice con franqueza, mirándonos con suspicacia. “Tienen el derecho legal de tomar la planta para propósitos religiosos, pero traen a personas de fuera que les pagan… y por eso [los cactus] están desapareciendo”.

Dejamos al Comisionado y nos adentramos más en el desierto, hasta un punto en el que Toño encontraba peyote en otros años. Pero, tras una búsqueda infructuosa de una hora, tiene que admitir que las cosas han cambiado. “Me quedaré a pasar la noche aquí y tendré que adentrarme más en el desierto mañana”, concluye. Le pedimos que, de despedida, nos permita tomarle una foto. Él se niega, pues esto atenta contra sus creencias.

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